El último alfarero de Miranda
Artículo puesto en línea el 13 de marzo de 2011
última modificación el 2 de febrero de 2020

por Prenseru

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El último alfarero de Miranda

13.03.11 - 02:30 -

La vida de Ricardo Fernández (Navia, 1959) está marcada por la cerámica. Y aunque su oficio esté en vías de extinción, se resiste a dejarlo morir, porque en él encuentra «al niño que todos fuimos alguna vez»

Miranda imprime carácter. Puede parecer un tópico gratuito, pero en el caso de Ricardo Fernández, el último alfarero en activo del barrio, es la pura verdad. O al menos lo que hace a este hombre levantarse cada día y sentirse afortunado, tanto por ejercer esta profesión como por encontrarse cara a cara con la esencia. La del oficio y la del hombre apegado a la tierra, a una infancia que se resiste a olvidar y que no todo el mundo está dispuesto a conservar, incluidas la ingenuidad y curiosidad de esa etapa.

No es habitual que un artesano hable de su labor en términos filosóficos, pero es que Ricardo, en si mismo, no es un tipo común. Primero, porque sabe que su ocupación es de las que menos futuro tiene, y segundo, porque no piensa en el taller como en una máquina de construir réplicas de vasijas con el único fin de hacer caja. Él contempla su circunstancia vital de un modo peculiar, ya que para empezar, no nació en la tierra del bron, sino en la Navia de 1959. Trasladado con cuatro años a Miranda, se ve a si mismo jugando por el barrio «como si fuese ayer», y recuerda con una sonrisa el ’teleclub’ que allí existía, donde se impartían charlas culturales. Más exactamente, le marcó una de Modesto Cobas, el musicólogo y etnógrafo que, junto al párroco José Manuel Feito, le abrieron el apetito de buscar las raíces, tanto las suyas propias como las del colectivo, por evanescente y difuso que pueda ser este concepto. Buscar, y desde luego, hallar. A base de dedicación y un sentimentalismo que trasluce en cada pequeño logro de casi cuarenta años de empeño.

No pestañea al afirmar que las cosas vinieron «por casualidad, sin buscarlas», y que esta condición de ’último mohicano’ de la cerámica negra tiene «algo que ver con el destino». Sea como sea, desde aquel 1971 hasta hoy mismo, Ricardo ha consagrado su vida a conocer y difundir esta disciplina, compartida con la docencia en la Escuela Municipal. Ahora, por razones de índole personal, está temporalmente apartado de ambas labores, pero sin parar ni un segundo su actividad. Tiene planes, se ocupa de publicar sus trabajos de investigación, prepara nuevas exposiciones, coordina jornadas de alfarería por toda la geografía española y acaricia su sueño más querido, a mitad de camino entre el museo etnográfico y el aula didáctica del torno. «Todo a su tiempo», refiere al ser preguntado por detalles de este proyecto, que busca una única finalidad: que no se muera la cerámica negra de Miranda. Una tenacidad que no es cabezonería huera, sino el latido de un corazón que, tal vez sin saberlo, mana generosidad con las generaciones venideras.

Una idea atávica

Ricardo plantea la alfarería como un oficio que requiere formación. Tres años como mínimo, y luego la habilidad de cada uno, y una insistencia necesaria, ponen el resto. El problema es que en la Asturias actual sólo hay tres artesanos que sigan al pie del cañón. Él es uno de ellos, y no se engaña al reconocer que el panorama pinta mal. En unos tiempos en que la nómina y la hipoteca son las preocupaciones perentorias para el 90 por ciento de los adultos de este país, para Fernández las cuitas son de otra índole. «Yo soy de pueblo y eso marca; vivir en Miranda sirve para conservar esa peculiaridad y cuando me siento ante el torno o enciendo el horno de cerámica, encuentro ese espíritu primitivo, de las raíces; no sé si eso es el sentido de la vida, pero la alfarería me hace sentirme realizado», relata.

La vida de Ricardo no corre por los derroteros habituales. Tiene la necesidad de alimentarse y de un techo, como todo el mundo, pero también la de descubrir de dónde viene esta industria de cocer barro. De cómo se comunican los distintos pueblos a través del intercambio de vasijas, de sus formas y de sus técnicas de fabricación. Y también ve un compromiso en su función didáctica, en la que se hermanan la química que explica el color de la alfarería mirandina con la historia de los ’xagós’ (caldereros) del barrio. Un microcosmos que, como se decía al principio, imprime a sus habitantes algo especial, casi comunal pero también individualista. Tanto que «los que se van a vivir lejos de Miranda vuelven, antes o después, y a corto plazo esto no tiene trazas de cambiar». Y es que, con cerámica negra o sin ella, el futuro existe. Mejor o peor, según la filosofía de cada uno

¿Filosofía? Sí. Ricardo Fernández, aunque no lo diga (quizá por modestia o por timidez) es un filósofo. Por algo hay en su discurso ecos de Demócrito, el sabio que hablaba del aire, el agua, la tierra y el fuego como esencia de todo. «El fuego es una cosa ingobernable, y el hombre, que es el quinto elemento de la naturaleza, al intentar controlarlo se convierte en una especie de brujo». Él lucha por dominar ese fuego, tanto el real de su taller como el interior, el que no se le apaga. El mismo que trasluce en ’El enigma del palacio de Bao’, obra teatral de Elma S. Vega, ambientada en Miranda, en la que él es un personaje clave en la trama. «Eso fue un detalle precioso», comenta con emoción. Porque Ricardo Fernández, aunque trabaja con barro, está hecho de otra cosa. Tal vez esa que llaman corazón.