El último «ayalguero», José Manuel de Velasco
Artículo puesto en línea el 12 de marzo de 2007
última modificación el 2 de febrero de 2020

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Adiós al último buscador de tesoros

Foto: José Manuel Rodríguez Carreño, en una imagen de archivo. miki lópez

ELISA CAMPO

Pasó buena parte de su vida buscando tesoros y encontró uno de los más preciados: una vida longeva, feliz y plena de actividad, y una muerte sin sufrimiento. El último «ayalguero», José Manuel Rodríguez Carreño, más conocido como José Manuel de Velasco, iba a cumplir 94 años en agosto, pero la muerte le salió antes al paso. No sólo su familia, sino todos los que conocían a Mele, como lo llamaban en casa, sienten profundamente su ausencia, y aún les parece que va a aparecer en cualquier momento, apoyado en su bastón, con sus ojos azules brillantes tras las gafas y sus palabras de fe inquebrantable.

La vida de José Manuel estuvo marcada, en gran parte, por una frustración: quiso ser cura, pero en casa no lo dejaron; sus padres querían que se encargara de la casería. Luego quiso estudiar Medicina y, por último, trabajar en Ensidesa, pero no hubo manera. Él, que nació en Velasco, en la frontera entre los municipios de Illas y Corvera, con mente privilegiada y abierta, estaba destinado a quedarse allí durante toda su vida cuidando unas vacas a las que tenía muy poco cariño y, aunque a disgusto, aceptó los designios de sus padres.

José Manuel nunca se casó ni tuvo descendientes, pero su sobrina Teresa Rodríguez es lo más parecido que tuvo a una hija: él la cuidó desde los 6 años y vivió con ella hasta el final. «Fue mi padre y mi madre», confiesa Teresa. Cuando ella se casó, hace 40 años, también para él comenzó una nueva etapa: pudo viajar y dedicarse a las cosas que le gustaban. «Empecé a vivir», le decía a Teresa. Y ella recuerda: «Mi hija me decía que cuando José Manuel muriera perderíamos una enciclopedia: sabía de todo. Y tendría sus defectos, pero era muy bueno». Aunque no se casó, sí que tuvo novias, pero ninguna era lo suficientemente buena para su madre y para su hermana, y él renunció al matrimonio.
La lista de aficiones de José Manuel de Velasco era más larga que un día sin pan. No dormía la siesta para no perder tiempo. Arreglaba relojes y escopetas, que incluso le traían de una armería de Avilés. «A veces estaba tan entretenido arreglando una escopeta que cuando marchaba a segar ya era de noche», rememora Teresa. Era inventor, le venía en la sangre, y antes de que hubiera veneno para los ratones los mataba a disparos, con un curioso artilugio que ideó para la panera de su casa. Pero no sólo eso, sino que llegó a emular a Leonardo da Vinci, con un invento con el que pretendía volar.

Arregló y restauró molinos: su obra maestra fue la recuperación del Molino de Velasco, que era la niña de sus ojos, y que es el principal reclamo de la Ruta de los Molinos. El día de su muerte, el vecino con el que trabajaba habitualmente terminó un rodezno de acero inoxidable con el que se iba a culminar el arreglo del molino. Él no llegó a saberlo.
Mañoso y trabajador. El paredón que rodea el campo de la iglesia de Villa tiene en muchas piedras la huella de sus manos. Y con esas mismas manos peinaba los rizos de la niña Teresa, y construyó y talló arcas de madera.
Un día le predijeron que iba a encontrar un tesoro. «Y claro que lo encontré, vivir así de bien», bromeaba. Lo de «ayalguero» lo había dejado hace ya muchos años porque, como él decía, no le daba más que disgustos. Tenía una carpeta llena de documentos que indicaban el emplazamiento de tesoros, pero nunca encontró nada, por mucho que cavó. Sólo descubrió una teja, que pensó que podía ser valiosa, pero el «ayalguero» que le acompañaba la partió con el pico de la azada, defraudado por la naturaleza del descubrimiento. José Manuel se enfadó tanto que no quiso saber más de desenterrar tesoros escondidos.
Recorrió España de cabo a rabo y saltó en numerosas ocasiones al extranjero. Narrador singular, contaba chistes e historias de miedo y espíritus. Podía pasarse horas enteras atrapando al auditorio con sus recursos inagotables de cuentos y anécdotas, como las que a él mismo le ocurrieron en sus viajes por Asturias en bicicleta, moto y «cirila».

Buena parte de su vejez estuvo marcada por una amistad muy estrecha con el también fallecido párroco de Illas, Villa y La Peral, Norberto Rodríguez. Iban de excursión, salían a cenar, y mantenían eternas discusiones teológicas y filosóficas. La muerte del párroco fue un duro golpe para José Manuel: «Lo sentí más que si fuera de la familia», había confesado el anciano. Sesenta y cinco días después la muerte se lo llevó también.

Hasta el mismo día de su fallecimiento, José Manuel Rodríguez siguió activo, trasteando en su taller. Un derrame cerebral trajo el adiós, que le sorprendió mientras se cambiaba de ropa para hacerse una revisión de la vista. Eran las dos de la tarde. Teresa lo encontró echado, y dijo que se encontraba muy mal. «Esto se acaba», le advirtió. Cuando lo metieron en la ambulancia ya no hablaba. A las cinco, dejó de existir. «No sufrió, pero supo que se moría, y fue feliz, porque ya lo deseaba», asegura su sobrina. Conocerle fue el verdadero tesoro, dicen.

(José Manuel Rodríguez Carreño nació el 18 de agosto de 1913 y falleció el 19 de febrero de 2007).